Lotar Zong-Leoso = Don Panchito
Donde Don Panchito es el cocinero chino de la pagoda, abuelo además del gerente nocturno (alto, amable, vestido siempre de negro, y con los rasgos chinos sumamente desvanecidos ya por dos generaciones de mestizaje y la secuelas de una viruela adolescente).
Reinaldo Hilcen descubre finalmente dónde puede dar con Zong-Leoso. Tiene que ir a La Pagoda de noche. Pedirle a la mesera que necesita hablar con el gerente (el nieto). Cuando éste llega solicitarle el menú chino, y luego con un juego de miradas específico darle a entender que sí, que es precisamente ese menú chino el que está pidiendo.
Entra a la cocina, y después de unos minutos la puerta se abre de nuevo. Zong-Leoso es un anciano, que inmediatamente deja sospechar más de 80 años y una agilidad asombrosa para esa edad. Se sienta enfrente de Reinaldo. Cuando éste toma aire para cuestionarlo, Zong-Leoso lo silencia con un ademán.
–¿Cómo se llamó tu primera mascota? –le preguntó con un español que mezclaba varios acentos locales, Cuba, Tampico, Tepito, pero sin rastros de chino.
Reinaldo, desconcertado, no pudo replicar, sólo responder.
–Pelusa.
–¿Y la primera cosa que recuerdas haber perdido fue?
El interrogatorio siguió por cinco minutos, siempre en un tono afable.
Al terminar Zong se levanto y desapareció tras las puertas batientes de la cocina. R. Hilcen se mantuvo fijo en su asiento, con la vista imantada a la estructura que ocultaba los baños, la única que todavía pretendía ciertos aires orientales. El restaurant le pareció completamente vació. Era martes, 4 de la mañana.
Veinte minutos después apareció de nuevo Leotar, cargando una charola. La depositó frente a él. Había una gran diversidad de platos, todos cubiertos por una tapadera metálica con un número.
Leotar Zong-Leoso hizo una pequeña y elegante reverencia. Después desapareció nuevamente, tras las puertas de la cocina. Reinaldo Hilcen no volvería a verlo.
Destapó el plato número 1: una sopa en la que nadaban algunos fideos transparente y hongos de diverso tamaño. Tan pronto el olor ascendió a su cabeza, comprendió que habría de comer. Cada sabor parecía tener una función específica, un objetivo preciso que lograba desde el momento en que destapaba el plato y dejaba el nuevo olor envolverlo, hasta que el sabor era absorbido por sus papilas gustativas y finalmente desaparecía dejando un regusto marcado, que se mezclaba con el de los platillos anteriores.
Cuando empezaba el postre, se dio cuenta que el hambre que sentía había desaparecido proporcionalmente con cada bocado que daba. Como si el vacío que cargaba adentro hubiera tenido exactamente el mismo tamaño que el banquete que ahora, casi, terminaba. Supo que con la última cucharada que daba en ese momento, quedaría perfectamente satisfecho.
Sintió una tristeza infinita por el último plato cubierto, diminuto, que le faltaba por abrir. No podría comerlo, hubiera sido profanar un orden que entendía sin saber cómo funcionaba. Pero de todos modos lo abrió. Había una galleta de la suerte.
La rompió como si fuera un pequeño huevo. Desenrrolló la tira de papel finísimo que con tinta china, mostraba:
(Y en el papel va un dibujo de un osito de peluche).